El descubrimiento del ADN ha permitido un avance sin precedentes en los programas de mejora vegetal. Para hablar de este hito en la ciencia es necesario remontarse a 1869, año en el que el químico suizo Friedrich Miescher identificó una sustancia rica en fósforo y resistente a la proteólisis en glóbulos blancos humanos.
Más tarde, en 1874, este mismo investigador, en su estudio del esperma de los salmones, descubrió la presencia de esta sustancia ácida a la que denominó nucleína. Además, encontró otra sustancia básica a la que dio el nombre de protamina, lo que más tarde se conocería como histonas. Tendrían que pasar varias décadas para que la comunidad científica se percatara de la importancia del hallazgo de Miescher.
Otros investigadores como Albrecht Kossel y Phoebus Levene estudiarían la estructura química y función de esta nucleína, descubriendo que estaba formada por unidades, los nucleótidos, de ácido fosfórico, una pentosa que podía ser la ribosa (ARN) o la desoxirribosa (ADN), y una base nitrogenada. Fue el propio Levene el que además propuso la forma correcta por la cual se organizaban los componentes del nucleótido en el espacio en su modelo del polinucleótido. No obstante, a pesar de lo preciso de su estructura hubo ciertas correcciones para dicha propuesta como fue el hecho de que el orden de los nucleótidos en el ADN es variable y no sigue siempre un mismo orden como proponía Levene.
Precisamente fue Erwin Chargaff en 1950 quien propuso esta corrección al estudiar por cromatografía el material orgánico. Chargaff concluyó que la composición de nucleótidos varía entre las especies, lo cual quiere decir que no se repiten en un orden determinado como sostenía Levene, y que todo ADN, con independencia del organismo al que pertenezca y su composición, mantiene ciertas propiedades. En concreto la cantidad de adenina, A, es similar a la de timina, T, y la cantidad de guanina, G, es parecida a la de citosina, C, es decir, la suma de bases púricas (A+G) es equivalente a la suma de bases pirimidínicas (C+T).
El trabajo de Chargaff, junto a los resultados de los experimentos de cristalografía de rayos X de Rosalind Franklin y Maurice Wilkins, fueron la base en la que se cimentó el modelo de la doble hélice de James Watson y Francis Crick, que explica la estructura tridimensional del ADN, y que sería publicado en Nature en 1953. Por otra parte, los experimentos de Frederick Griffith con Streptococcus pneumoniae (1928), de Oswald T. Avery, Maclyn McCarty y Colin MacLeod con la misma bacteria (1944), y los de Alfred Hershey y Martha Chase con el bacteriófago T2 (1952), demostraron de forma fehaciente que era el ADN, y no las proteínas como se creía hasta entonces, la molécula que portaba la información genética (esta afirmación es incompleta como se demostraría años más tarde).
MEJORA VEGETAL
Para entender la importancia del ADN en el proceso de mejora, es preciso remitirse a sus inicios. En los albores de la agricultura, hace aproximadamente 12.000 años, el proceso de mejora de las plantas era puramente intuitivo, es decir, se hacía una reserva de la semilla de aquellos sujetos que presentaban mejores características para su siembra al año siguiente esperándose obtener sujetos con características parecidas. Por medio de esta domesticación intuitiva se generaron las primeras variedades indígenas, en las cuales prevalecía una gran variabilidad, además de tener una excelente adaptación al medio en el cual se cultivaban. Esta mejora es una mejora precientífica.
Habría que esperar hasta finales del siglo XVII para que emergiera la mejora científica, gracias al descubrimiento de la existencia de la reproducción sexual en las plantas por el botánico y médico de Tübingen (Alemania) Rudolf Jakob Camerarius, quien, en su, por aquel entonces polémica obra, ‘De sexu plantarum epistola’ (1694), publicaba sus investigaciones sobre los órganos reproductores de las plantas. Con este descubrimiento, capital en la botánica, se supo que existía la posibilidad de realizar cruzamientos y se pasó a realizar una selección en virtud de la evaluación de la descendencia, y es en este entonces cuando nacen las primeras casas comerciales de semillas y cuando se puede considerar que nace la figura del mejorador.
El segundo gran avance tuvo lugar en la segunda mitad siglo XIX y vino de la mano de Gregor Mendel, un monje agustino que realizó una serie de experimentos en plantas de guisante (Pisum sativum) que desvelaron los fundamentos de la transmisión de los caracteres hereditarios. Estas bases de la transmisión genética fueron estructuradas y resumidas en tres leyes por Carl E. Correns, y su importancia radica en que otorgan las claves para la predicción de la mejora y esto es extrapolable al resto de las especies. Con ello se da un gran salto, pues ya no se evalúa tanto el fenotipo, sino el genotipo. No obstante, no sería hasta los años sesenta del siglo XX, pocos años después de conocer la estructura, composición y función del ADN, cuando se daría lo que se ha conocido como la revolución verde. Un movimiento que supuso un cambio profundo de las prácticas agrícolas al aplicar técnicas de mejora genética para la obtención de variedades de menor porte, pero más resistentes y productivas, esto es, orientadas hacia de la obtención de grano en detrimento de la biomasa.
Norman Borlaug fue el icono de este proyecto al ser su grupo de investigación pionero en la producción de estas variedades mejoradas, y por ello recibiría el Nobel de la Paz en 1970. Estas variedades semienanas eran variedades insensibles a las giberelinas, un grupo de hormonas vegetales que a grandes rasgos son reguladoras del crecimiento participando de la germinación, tiempos de floración, desarrollo de los órganos reproductivos y control de la elongación del tallo entre otras funciones. La alteración de las rutas de síntesis y señalización de estas hormonas, actualmente caracterizadas, fueron vitales para obtener el fenotipo seminenano y aumentar el rendimiento de los cultivos.
En el caso de los cereales mejorados durante la revolución verde las variedades semienanas obtenidas lo eran por la mutación de un dominio de reconocimiento de giberelinas de unas proteínas conocidas como DELLA, que son represores de la transcripción en el núcleo cuya degradación es dependiente de las giberelinas, de modo que por esta mutación se convertían en represores constitutivos insensibles a las giberelinas, de lo cual se deduce que un tratamiento exógeno con estas hormonas no revertirá el fenotipo. Por su parte, las variedades de arroz semienanas lo eran por una mutación en el locus SD1 (Semi-Dwarf-1), el cual codifica para la GA20-oxidasa-2, una enzima clave en la ruta de biosíntesis de las giberelinas que cataliza la conversión de GA12 y GA53 en GA9 y GA20 respetivamente. En esta ocasión, la aplicación de una solución adecuada de giberelinas sí podrá revertir el fenotipo.
A día de hoy se ha dado un paso más en la mejora vegetal gracias a las nuevas técnicas de edición génica y al avance de los proyectos de secuenciación y el desarrollo de las ómicas, centrándose ya, no tanto en la mejora de la productividad en sí, sino en la tolerancia frente a los distintos estreses y enfermedades (ante todo, enfermedades emergentes) que se plantean como el nuevo reto de la mejora genética vegetal ante el desafío que supone el cambio climático.
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