El tomate no es natural, es un tesoro creado por el ingenio humano


Las variedades actuales son una creación humana, fruto de una larga historia que abarca numerosas culturas y tradiciones agrícolas.



El País.- “El tomate es un tesoro natural”. ¿Qué puede ser más natural que un buen tomate? Es cierto que es una joya culinaria, pero no se la debemos a la naturaleza, sino a una esforzada legión de agricultores y mejoradores que la han ido creando a lo largo de una larga y compleja historia, que abarca desde las primeras culturas agrícolas americanas hasta los mejoradores actuales. Es su trabajo el que ha ido acumulando esta riqueza diversa y viva. En la naturaleza no hay tomates grandes y jugosos, como tampoco hay trigo con el que hacer pan esponjoso ni maíz apetecible.

Podemos aventurar que el inicio de la historia del tomate cultivado se situó en la región que abarca el norte de Perú y el sur de Ecuador, concretamente en la franja comprendida entre la falda de los Andes y la selva amazónica. Esta zona, denominada Ceja de Montaña, coincide con la ocupada, entre 3.000 y 2.000 a. C., por la cultura agrícola Mayo-Chinchipe. Probablemente fue allí donde comenzó la domesticación del tomate.

Los seres vivos que habitan nuestras casas y nuestras granjas no se encuentran en la naturaleza; en los bosques no hay caniches, hay lobos, y en los antiguos valles no había maíz, había teosinte, una hierba prácticamente incomestible. Durante siglos, nuestros antepasados fueron seleccionando, de entre las plantas y animales silvestres, aquellos que preferían y así, poco a poco, fueron humanizándolos, fueron acercándolos al ámbito de lo humano. A este proceso se le denomina domesticación porque la palabra latina para casa es “domus”, de modo que domesticar sería acercar a la casa.

En la Ceja de Montaña se encuentra en la actualidad la mayor diversidad genética y agronómica de tomates cultivados del mundo, y es muy probable que esa diversidad sea un vestigio del largo proceso de domesticación que allí ocurrió. En agronomía la diversidad genética, además, es útil, es el material de partida con el que se construyen las nuevas variedades. Por eso, conservar esa diversidad es esencial para el futuro de la humanidad, de ella depende la creación de las variedades que nos permitirán afrontar los retos a los que nos enfrentemos tanto hoy como mañana.

La genética nos ha permitido conocer qué modificaciones genéticas seleccionaron los primeros agricultores. Una de las primeras fue la mutación “fas”; estos mutantes producen frutos más grandes y un tanto deformes. Los genes relacionados con la forma y el tamaño del fruto fueron algunos de los más afectados por la domesticación. Nuestro conocimiento actual de estos genes modificados es tal, que podemos recrear la domesticación, pero en vez de necesitar los miles de años que se requirieron originalmente, las técnicas modernas de ingeniería genética nos permiten pasar en unos pocos años y de un modo controlado desde una modesta planta silvestre a una variedad casi comercial, el equivalente de pasar de un lobo a un chihuahua.

Tras la llegada de los españoles a América hubo un gran intercambio de cultivos entre América y Eurasia. Del Viejo al Nuevo Mundo se llevaron, por ejemplo, arroz y trigo y de América a Europa se trajeron, entre otros cultivos: maíz, patatas, chocolate y tomate. Estas largas migraciones debieron de implicar una pérdida de diversidad y, además, no fueron las primeras, el tomate antes de ser domesticado ya había realizado un viaje de ida y vuelta, desde la costa ecuatoriana a las selvas mexicanas y desde allí, de vuelta, a Ecuador, aunque esta vez no a la costa, sino a la Ceja de Montaña.

A principios del siglo XVI, el tomate se exhibía ya en distintos jardines botánicos europeos, pero no debemos pensar que su adopción fue inmediata. En aquella época, las verduras tenían fama de ser insalubres y al tomate también se le colgó ese sambenito. Su cultivo quedó relegado a las clases más humildes de España e Italia. Las historias de los pobres no suelen recogerse en las crónicas oficiales con tanta diligencia como las de los ricos, pero sabemos que se consumía tomate porque, entre otras cosas, los autores teatrales del Siglo de Oro asumían que su público lo conocía. Por ejemplo, en el Entremés de la mariquita, de Agustín Moreto (1676), se lee:


Cómo no os queda nada? Ay un puchero,

con chorizo, con baca, y con carnero,

con tozino, que alegra los gaznates,

con su salsa picante de tomates,

ya picadas sus verengenitas,

con sus garvanzos, y sus verduritas,

y para que acabéis unos buñuelos.


En la actualidad el tomate es la hortícola más popular, la encontramos en numerosas salsas, ensaladas y sopas, pero en la mayor parte del planeta su consumo masivo es muy reciente; solo a partir de la segunda mitad del siglo XIX se hizo relevante.

Sin embargo, a pesar de su mala fama, que perduró durante siglos, y de la poca diversidad genética que llegó a atravesar el Atlántico, los agricultores españoles e italianos consiguieron generar una gran colección de nuevas variedades adaptadas a sus gustos y necesidades locales. Por ejemplo, en Italia se crearon muchas variedades de fruto pequeño y en Baleares, Cataluña y Valencia se popularizaron variedades mutantes en genes de maduración capaces de aguantar sin pudrirse durante meses y que todavía hoy se utilizan en algunos lugares para preparar el pan con tomate.

El trabajo de creación de nuevas variedades comenzó a profesionalizarse a finales del siglo XVIII cuando se fundaron las primeras casas de semillas. Estas empresas se encargaban de proveer de semillas de calidad contrastada y uniforme a sus clientes. Algo más tarde, en el XIX, estos profesionales empezaron a realizar cruzamientos sistemáticos para crear nuevas variedades. Un ejemplo de ellas es la variedad tradicional San Marzano, una de las fundamentales en la revolución conservera industrial italiana de finales del XIX. San Marzano, la variedad “oficial” de la pizza margarita, fue creada cruzando deliberadamente dos variedades previas Re Umberto y Fiaschetto.

El siglo XX comenzó con el redescubrimiento de las leyes mendelianas y los mejoradores comprendieron inmediatamente la relevancia de este conocimiento para su trabajo. A partir de ese momento se empezó a pensar en las variedades como en conjuntos de genes, casi como en mosaicos construidos con piezas de Lego. Esto permitió plantear programas de mejora en los que se sustituían de forma deliberada algunas de estas piezas. Desde entonces, la mejora ha seguido perfeccionando sus herramientas poco a poco, haciéndolas cada vez más precisas. Somos los herederos de una tradición de modificación genética que comenzó con los primeros agricultores y que pasó por esas incipientes casas de semillas del XVIII, pero ahora podemos mover genes de unos individuos a otros de un modo más controlado y preciso que nuestros predecesores, y no, no estamos hablando solo de transgénicos, sino, por ejemplo, de incorporación de especies silvestres en los programas de mejora, marcadores moleculares, cultivos de tejidos o tecnologías de secuenciación o genotipado masivo. Como ya hemos comentado, con estas herramientas modernas podemos incluso recrear el proceso de domesticación a una velocidad y con una precisión miles de veces mayor que la de nuestros colegas de hace miles de años. Un resultado práctico de esta mejora de la mejora es su contribución al aumento de alimentos y, por lo tanto, a la reducción del hambre. A pesar de que, desde los años sesenta, la superficie utilizada para producir cereales se ha mantenido constante, las producciones se han doblado. Esto ha permitido que el hambre se haya reducido aunque la población mundial se haya multiplicado por uno y medio. El esfuerzo invertido en la generación de variedades cada vez más productivas y eficientes es contínuo.

Suele acusarse a la industria de haber acabado con el sabor del mítico tomate tradicional, pero esta pérdida de sabor es debida, sobre todo, a la exigencia del consumidor de disponer de tomates baratos durante todo el año. El tomate siempre fue un cultivo de temporada y disponer de él fuera de la misma exigió cultivos forzados, postcosechas más dilatadas y largos transportes. Todo esto no es nuevo, hace más de cien años, a principios del siglo XX, los mejoradores y los consumidores ya se quejaban de la falta de sabor, ya eran plenamente conscientes del problema; lo nuevo es que los mejoradores actuales están consiguiendo vencer estos obstáculos llegando a conseguir tomates asequibles con cada vez mejor sabor incluso fuera de temporada.

Los tomates actuales son una creación humana, fruto de una larga historia que abarca numerosas culturas y tradiciones agrícolas, y gracias a ella se ha ido ganando una floreciente diversidad agrícola alimentada por la diversidad cultural de las gentes que los han apreciado, cultivado y consumido. Creamos nuestros tomates humanizándolos y esta no es la excepción, sino la regla. Todos los cultivos se domesticaron, se transfirieron desde unas regiones a otras y se modificaron para adaptarlos a nuestra alimentación y a nuestras diferentes culturas. Su historia es nuestra historia y esto no es de extrañar puesto que son nuestra creación, los hemos cambiado y nos han cambiado. Al preparar una ensalada o saborear un salmorejo estamos siendo partícipes de esta larga historia compartida.

Por desgracia, esta es una historia muchas veces olvidada y quien olvida sus raíces no solo pierde una parte importante de su identidad, sino que se arriesga a tomar decisiones equivocadas sobre cómo afrontar su futuro. La profesión del mejorador, en la actualidad, a pesar de su relevancia pocas veces aparece en los medios de comunicación, permanece invisible. Aún es más, cuando se ha hablado sobre la creación de nuevas variedades ha sido, principalmente, en largos debates absurdos que han tenido como resultado prohibir el uso de algunas de las nuevas herramientas que podrían haberse añadido a los talleres de los mejoradores. No es de extrañar que algunos de estos profesionales nos hayan comentado que prefieren que la sociedad siga ignorándolos. Pero nosotros creemos que no solo es justo reconocer su labor, sino que es vital para nuestro futuro apoyarles para que podamos seguir construyendo un mundo en el que tenemos que alimentar a casi 8.000 millones de personas en medio de un cambio climático al que hay que añadir una acusada escasez de tierras cultivables de buena calidad. La historia está muy lejos de haberse acabado y la elección de enfrentarnos a estos problemas utilizando las mejores herramientas disponibles o atándonos una mano a la espalda es nuestra.

José Blanca Joaquín Cañizares son profesores de genética en la Universidad Politécnica de Valencia.